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11 de Noviembre de 2021

La Leyenda de San Martín

Escrito por Yeccan Waldorf

St.Martin

 

Las legiones romanas del emperador Constantino habían llegado a Sabaria, un pueblo en la tierra que ahora llamamos Hungría. Pero en aquellos días se llamaba Panonia. Un hombre sencillo de la ciudad se presentó ante uno de los tribunos romanos, ya que deseaba inscribir a su hijo en el ejército.

 

Estamos siempre encantados de recibir nuevos soldados, dijo el Tribuno. Hay mucho que hacer en la Galia. ¿Qué edad tiene tu hijo?

- Quince, dijo el hombre de Sabaria.

¿Cuál es su nombre?

- Martín

¿Y dices que está dispuesto a convertirse en soldado?

- No dije eso. Él quiere convertirse en un monje. ¿Has oído hablar de esa forma de vida?

El Tribuno rió. Hay muchos cristianos entre nuestros legionarios, pero todos prefieren el casco a la capucha. Supongo que tu hijo es cristiano, ¿no?

- ¡No!, dijo el padre de Martín.
Esa nueva religión no tiene cabida aquí. ¿Acaso no son buenas nuestras antiguas creencias? ¿No tenemos buenos Obispos entre nuestra propia gente? Sin embargo, Martín siempre está hablando sobre la doctrina, siempre piensa que él sabe más que todos, ¡un niño como él!

Vamos a ver a ese muchacho, dijo el Tribuno; pensando sin dudar, que cualquier joven que deseaba ser un monje en lugar de soldado, debía ser un tipo débil. Pero cuando Martín fue llevado ante él, cambió de opinión. El joven era alto y esbelto, y sus ojos eran tan perspicaces como observadores.

Tiene cualidades de un soldado, dijo el Tribuno; y en contra de su voluntad, Martín fue enrolado. Cuando los romanos dejaron Panonia para marchar a la Galia, se despidió de sus padres y se fue con ellos. Su padre estaba contento de verlo partir. Su madre lloraba desconsolada.

Martín hizo lo mejor que pudo para ser un buen soldado. Encontró algo bueno en la severa disciplina de su formación. Le agradaban los ejercicios y el estricto auto control; y su fuerte sentido del deber le hizo un soldado obediente. Pero odiaba la forma de vivir de los soldados, y por encima de todo, la violencia de la guerra. Durante sus primeros tres años, si alguien preguntaba: “¿Quién es ese joven fino que está allá?”, sus compañeros reían y contestaban: “¿Él?, él es Martín de Panonia, el soldado más dócil que nunca saca la espada”. Sin embargo, ninguno de ellos pensaba siquiera en llamar cobarde al dócil Martín.

Martín montaba a caballo y usaba la espada tan bien como el mejor de sus compañeros. Era más riguroso consigo mismo que ellos. Se exigía más, mientras que sus camaradas eran indulgentes con ellos mismos. Nunca se tomó un descanso después de una batalla y las recompensas no significaban nada para él; no quería ni botín, ni fortuna, ni un alto mando; porque no necesitaba nada de esto para controlarse a sí mismo y a los demás hombres. Sin embargo, al cabo de tres años Martín era todo un Tribuno.

Constantino, el Emperador, era cristiano; y el jefe más alto del ejército romano era su primo Julián, a quien los hombres le llamaban el Apóstata, ya que desde la infancia había abandonado la religión de Cristo. Fue Julián quien llevó a los romanos a la Galia, e hizo de París su ciudad. Martín estaba entre las tropas a su cargo, y era enviado de un lugar a otro para poder mantener el orden en el país.

Un día, el Tribuno Martín se encontraba a las puertas de Amiens. Montaba un fino caballo y sobre la armadura vestía una fina capa roja. Los soldados de infantería estaban cruzando la entrada de la ciudad. Cerca de ellos un mendigo casi desnudo, en cuclillas sostenía un cuenco. El día era frío, y se estremecía mientras pedía caridad. Pero nadie lo escuchaba, o si lo hacían, era sólo para lanzarle una mirada desdeñosa, una palabra áspera o una patada. Había tantos mendigos en esos tiempos, que su presencia era molesta.

Caridad para el hambriento. Piedad, ¡tengo frío!, suplicaba el mendigo.

- Ven, ¡Marco!, gritó un soldado.
¡Estoy agotado! Hay buenas pensiones en Amiens; comeremos, beberemos y nos calentaremos cerca del fuego

¡En nombre de Cristo!, suspiró el mendigo. Los soldados se burlaban de él y pasaban de largo.

Cuando los hombres a pie habían pasado por la puerta, Martín llegó cabalgando en su caballo. ¿Acaso el mendigo dijo algo más o sólo apretó el cuenco vacío a su cuerpo desnudo y tembloroso?, en ese momento sus ojos se encontraron.

Martín no tenía nada para darle; pero sacó su espada, cortó su capa en dos partes y con una mitad cubrió la desnudez del mendigo.

Esa noche, tendido en su cama, el joven Tribuno tuvo un sueño. Vio a Cristo sentado en el cielo y vestía la mitad de su capa. ¿Acaso no eran esos ojos los mismos del pobre mendigo que vio en la puerta?; entonces, en el oscuro dormitorio escuchó una voz, parecida a la voz del mendigo, que le dijo: “Has dado caridad al más pobre de los hombres, y al hacerlo me has dado caridad a mí”.

Cuando despertó en la mañana, aún recordaba su sueño. Entonces sintió un enorme deseo de ser bautizado, y como no quería tardarse más, fue directamente a la Iglesia de Cristo. Con qué gusto habría cambiado en ese momento la vida dura en el cuartel, por una aún más difícil en la celda de un ermitaño. Pero la vida que le estaba destinada no se iniciaría todavía, y por dos años más Martín siguió siendo un soldado.

Era el año 358. Julián, el Apóstata, marchó con sus tropas al frente de la Galia. Las tribus bárbaras del Allemanni los amenazaban. Mientras Julián resistía en la frontera de la Galia, los romanos avanzaban por los Alpes de Italia, y entonces los Allemanni se encontraron entre dos fuegos. Martín pasó veinticuatro meses de dura lucha en el campo de Julián. Él obedeció las órdenes militares de su superior, y a su vez daba órdenes a los hombres que tenía al mando; pero mientras su cuerpo era sometido a la guerra, su corazón y su alma se dirigían cada vez más a Dios. Una feroz batalla siguió a la otra, y Martín se llenaba de horror por las cosas que se le exigían como soldado. Por fin, su espíritu entró en crisis y no soportando más su situación, se presentó en la tienda de campaña de Julián.

El Apóstata estaba ocupado con sus planes militares. Era la víspera de una campaña que significaría el éxito o la derrota, por lo que pensó que el joven Tribuno venía a verlo por algún asunto militar.

Bien Martín, ¿qué sucede?

- Señor, dijo Martín, deseo ser liberado

Julián lo miró sin poder entender esta petición tan increíble y en un momento así.
¿Liberado de qué?

- Del servicio militar

Demasiado sorprendido para enojarse, Julián exclamó:
¿Pides finalizar tu vida como soldado?

- Sí, señor

Me niego a hacerlo, ¡cobarde!, dijo Julián con desprecio.

Martín sintió su mirada desdeñosa, pero no sintió vergüenza.
- Señor, dijo, mándame al frente de batalla, déjame sin escudo y sin espada. Voy a comandar la lucha, por delante de mis camaradas; pero ningún hombre, superior o emperador hará que saque mi espada de nuevo para tomar la vida de otro hombre

Estás loco, dijo Julián.

- Soy soldado de Cristo, dijo Martín.

Eres un soldado del Emperador Constantino. Julián llamó a un oficial y señalando a Martín ordenó: Pon a este hombre tras las rejas, lo veré después de la batalla.

Martín fue sacado del lugar y encadenado. Julián, con el ceño fruncido, regresó a sus planes. Había confiado en este hombre; y ahora, aún en contra de su voluntad, confiaba en él todavía. Pero no entendía nada sobre Cristo, y menos aún entendía que un joven soldado se negara a combatir, arriesgando su vida con ello.

Antes de que la batalla se iniciara, un pequeño grupo de hombres llegó al campamento romano, venían del campo de los Allemanni. Eran delegados, solicitando la paz. Julián estableció los términos y éstos fueron aceptados. La batalla a la que Martín se había negado, jamás se libró.

Julián era noble por naturaleza y aprovechó la ocasión para retirarle las cadenas a Martín y liberarlo. Quizás honraba al joven Tribuno demasiado como para correr el riesgo de su rechazo dos veces. Lo hizo venir.
Habrá paz por algún tiempo, dijo, y ya que no deseas llevar la vida de un soldado, quedas en libertad

Martín partió entonces para seguir a Cristo.

* * * * * * * * * * * * * * *

En ese entonces, Martín no tendría más de veinte años cuando se fue al sur de Poitiers, donde se convirtió en el discípulo del Obispo Hilario. No tuvo necesidad de reprimir deseos mundanos, ya que en realidad nunca había tenido alguno. Su deseo era más humilde, quería una vida de abnegación recluido en un monasterio y llevar la palabra de Cristo a los hombres. Se sentía realmente feliz en su retiro; y cuando Hilario quiso hacerlo Diácono de la Iglesia, dijo que era un honor demasiado grande para él.

Pero Hilario sabía que Martín tenía dones especiales.
Algún cargo debes ejercer, dijo al joven monje.

- Entonces déjame ser exorcista y lucharé contra el diablo

No podrías haber elegido una tarea más difícil, dijo Hilario.
El sacerdote que ha de expulsar al demonio, debe estar preparado contra el abuso, el insulto e incluso el látigo del diablo

- Por eso elegí esa labor, respondió Martín.
Y así fue como él mismo se impuso la tarea de una larga vida de lucha contra el mal donde quiera que lo viera.

Poco después de esto, Martín pidió ser enviado a Panonia. Tenía el deseo de salvar las almas de los hombres de su tierra natal. No fue un camino fácil; viajó a pie a través de los montes para cruzar los Alpes, caminos donde los ladrones solían esconderse. Una banda de estos ladrones lo atacó en un paraje solitario. Monjes o comerciantes, no había diferencia para ellos, así que saquearon a Martín de lo poco que tenía. Pero mientras le quitaban sus pertenencias, Martín les habló de una manera tan maravillosa, que los ladrones al marcharse llevarían las bolsas llenas de plata, pero también el reflejo del mismo oro en sus miradas, por todo lo que escucharon. La plata la gastaron rápidamente, pero el oro depositado en sus corazones por las palabras de Martín, hizo que pronto uno de ellos comprendiera que había otra clase de riqueza que no se podía despilfarrar, así que abandonó esa forma de vida y se convirtió en un ciudadano tranquilo; aunque Martín nunca se enteró de esto.

Y ahora, había vuelto a Sabaria, donde para su alegría encontró a su madre aún con vida. Ella que se había despedido de un niño con casco brillante, ahora recibía a un hombre con capucha color marrón.

Quería por igual al niño que recordaba, como al hombre que era ahora y estaba dispuesta a escucharlo. Fue a ella a la primera que convirtió Martín, y pronto muchos más le siguieron. Martín encontró que los sacerdotes de Panonia todavía estaban predicando el viejo credo arriano, que desde niño había sido incapaz de aceptar. Esto despertó aún más su espíritu, pues todavía había algo en él del soldado que fue, y las batallas de Cristo nunca se libraron con un lenguaje más elocuente, ni hubo presencia más irresistible como la de Martín. Su rostro estaba iluminado con fervor y serenidad, el poder del espíritu fluía en él al hablar. La fe en Dios y su caridad hacia los hombres eran un sólo sentimiento en él. Dondequiera que Martín veía a uno de sus semejantes en miseria, veía a su Redentor, llevando la corona de espinas.

Los Obispos arrianos estaban tan alarmados por sus éxitos, como enojados por sus protestas; y entre los que no querían escucharlo, estaba su padre.

Olvida esa paz de la que hablas muchacho, dijo el hombre de Sabaria, si no quieres meterte en problemas.

Advertencias de este tipo no significaban nada para Martín.

¡Mujer!, dijo el padre, ¿sabes que están amenazando con darle una paliza a nuestro hijo en la plaza del mercado? Él es tu hijo, haz que mantenga la boca cerrada.

- Martín habla con la verdad, respondió la madre.

Sucedió entonces lo que el padre temía, los Obispos arrianos le habían azotado y expulsado de Panonia. Era, después de todo, sólo un sacerdote joven y pobre; y ellos, gozaban de todo el poder de su iglesia. Martín se despide por última vez de su madre.

Regresa a Poitiers con el buen Hilario, le susurró ella.

Pero Martín, moviendo negativamente la cabeza, le dijo:
- No madre, escuché que a Hilario lo han tratado como a mí. Los arrianos lo han expulsado de su sede. Debo ir hacia las montañas en Italia.

¿No hay arrianos allí?

- Hay arrianos en todas partes

¡Entonces te golpearán de nuevo!

- Una y otra vez si es necesario, respondió Martín.

Viajó Martín por los Alpes hacia Milán, sabiendo que atrás dejaba una luz que seguiría brillando.

En Milán se repitió la misma historia que en Sabaria. Con gran vehemencia, Martín predicó desafiante la palabra de Cristo, y fue expulsado de la ciudad. Luego continuó como pionero, alumbrando con su luz los senderos oscuros, dejando sus palabras grabadas en las almas de los hombres y las mujeres que lo recordarían por siempre. Finalmente llegaría a descansar por un tiempo en la pequeña y preciosa isla de Gallinaria. Una isla blanca, flotando como una perla en un mar de zafiro.

Fue aquí donde por un tiempo Martín encontró la paz en la soledad; alimentaba a su cuerpo de raíces, y a su mente con la meditación. Sin embargo, incluso su soleado refugio tenía sus peligros. Martín encontró hermosas flores de color verde pálido sobre hojas de color verde oscuro, y en su ignorancia probó de ellas. Sintió fuertes dolores ni bien había comido sólo un poco. El dolor fue lo suficientemente rápido para salvar su vida, ya que la planta era tan venenosa que si hubiera comido un poco más de ella, habría muerto. Después de esto, sus días en Gallinaria pasaron sin problema alguno. Fue la temporada de descanso más larga que había vivido. Amaba su isla blanca sobre el profundo mar azul, bajo la sombra de las altas y silenciosas montañas. Un día, tuvo en su interior el presentimiento que el Obispo Hilario había regresado a Poitiers, por lo que Martín terminó su descanso. Era tiempo de trabajar nuevamente en el mundo.

Sin embargo, aún con la reincorporación de Hilario en Francia, soñaba con una vida de encierro, así que construyó en Ligugé un monasterio, donde pensó en recluirse. Pero era en vano para Martín esperar tan humilde destino. No podía ocultar el resplandor de su cara, o silenciar su lenguaje tan bello como la plata. Su poder para hacer vibrar las almas de sus oyentes era famoso. Le conocían en todas las ciudades de la provincia. Por lo tanto, un día, cuando la Sede de Tours quedó vacante, y los dignatarios de la iglesia discutían sobre quién debería ser el próximo Obispo, las personas con una sola voz clamaron por Martín.

Los clérigos se opusieron; el monje de Ligugé era poco conocido, según ellos, y demasiado joven para ser el Obispo de Tours. Tal honor estaba reservado para un hombre de más de treinta y un años. Pero el pueblo había puesto su corazón en él, a pesar de que sabían que el propio Martín sería aún más difícil de convencer. Nunca hubo un hombre al que le interesaran tan poco los honores. Se reunieron en secreto para idear cómo convencerlo y unidos, armaron un plan.

El día de la elección del Obispo, Martín estaba orando en su celda en Ligugé, cuando le avisaron que Ruricius deseaba verlo. Ruricius era un ciudadano de Tours que Martín ya conocía, por lo que salió a su encuentro.

¿Qué te trae de Tours, hijo mío?

- Padre, dijo Ruricius con la mirada en el suelo, mi esposa está muy enferma. Te ruega que vengas a consolarla.

Martín nunca se negaba a acudir en ayuda de quien lo necesitaba, de modo que al instante salió del monasterio con Ruricius, sin saber que lo dejaba para siempre. Los dos hombres partieron hacia Tours, y cuando se acercaban a la ciudad, Martín intuyó que algo extraño sucedía. Girando la cabeza, vio cómo el camino era bloqueado por una multitud de personas que salían de cada grupo de árboles a lo largo del camino. Hombres, mujeres y niños se amontonaban en el lugar, y si había soñado con regresar a Ligugé, habría tenido que abrirse paso a través de este ejército de personas. Con cada paso que avanzaba, el aglomeramiento detrás de él se volvía más denso. Toda la gente de Tours había acudido a recibir su llegada.

¿Qué significa esto? preguntó Martín asombrado.

- Padre, ¡perdónanos!, imploró Ruricius. Nosotros los de Tours, deseamos que seas nuestro Obispo

¿Y tu esposa no está enferma?, Martín miró con reproche al hombre, y Ruricius bajó nuevamente la mirada. Si hubiera tratado de responder, no habría sido escuchado, ya que la gente aclamaba amorosamente a Martín gritando por todos lados:

¡No queremos a nadie más que a ti para ser nuestro guía!

Arrinconándolo y presionándolo, llevaron al desconcertado Martín a la ciudad.

Los Obispos reunidos provenientes desde las ciudades vecinas, se llenaron de indignación cuando un simple sacerdote, de cabellos y hábito descuidados, fue presentado ante ellos como el sucesor de la sede. Uno de los Obispos, Defensor de Angers, habló sobre la necedad de la gente, diciendo que era inútil tratar de persuadirlos, ya que sus mentes habían sido influenciadas para que sólo pensaran en Martín. Y finalmente, los Obispos tuvieron que someterse a la voluntad de la mayoría, y así fue como Martín fue consagrado en la catedral.

Tan grande era la multitud en la ceremonia, que el clérigo que debía leer ante todos un fragmento de los libros sagrados, no pudo llegar al lugar indicado; por lo que otro de los clérigos, improvisando, tomó los escritos, y leyó lo primero que sus ojos vieron:

De las bocas de los niños y de los lactantes has ordenado alabanzas, para que puedas vencer al enemigo y ser el Defensor

Un grito se elevó de la gente. Dios mismo estaba de su parte y de Martín, el nuevo Defensor de Tours, quien se alejó lleno de confusión.

Por segunda vez en su vida, Martín fue obligado a ocupar un cargo que no había deseado. De niño se convirtió en soldado en contra de su voluntad; ahora como hombre, también en contra de su voluntad fue nombrado Obispo. Pero aún bajo esas circunstancias, no evadía sus nuevas responsabilidades. Encontró que la gente del campo practicaba ritos extraños y adoraban objetos raros; por lo que se propuso desarraigar las viejas supersticiones que impedían su camino hacia la comprensión de Cristo. La tierra áspera debe ser quebrantada antes de que la semilla pueda ser sembrada, y así fue como Martín anduvo con una barreta y una antorcha, derrumbando y quemando los templos paganos, donde luego construyó iglesias.

En cierto lugar, encontró hombres que adoraban un poderoso pino. Martín ordenó que el árbol de pino fuera derribado. Hubo una gran protesta entre los campesinos, los cuales vinieron por el Obispo, blandiendo sus garrotes.

¡Calma muchachos!, dijo Martín. Si creen que estoy haciendo un mal a este árbol, átenme y siéntenme en la línea de su caída. Entonces, empújenlo y dejen que caiga sobre mí.

A los campesinos les agradó la idea de dejar que el pino lo aplastara por sí mismo; entonces ataron a Martín con cuerdas y lo sentaron donde el árbol debía caer. Y cuando el árbol fue cortado y empujaron el enorme tronco, éste cayó en la otra dirección. Entonces Martín habló a la multitud atónita, y casi todos ellos entraron en el redil; porque cuando los hombres le escuchaban, no podían resistirse a él.

En alguna ocasión, un amigo de Martín que lo conocía muy bien, dijo:
Nadie lo vio nunca enojado ni perturbado, lamentándose o riéndose. Siempre era el mismo, su rostro mostraba una expresión de gozo celestial; parecía un ser más allá de la naturaleza de los hombres, no había otra cosa en él que no fuera Cristo, sólo había en su corazón piedad, paz y compasión

El tiempo transcurría y Martín continuaba su vieja tarea de exorcizar al diablo. A veces los demonios que encontró eran hombres y mujeres disfrazados. En los antiguos ritos paganos de la primavera, era costumbre de los campesinos vestirse de divinidades y demonios; y ahora que Martín estaba exterminando sus supersticiones, los espíritus malignos que había entre ellos lo atormentaban. Lo molestaban en su propia celda, corrían por el monasterio vestidos con ropas de Venus o de Júpiter o de Mercurio. Ninfas y sátiros interrumpían sus oraciones; un hombre con piel de buey negro corrió por el claustro, soplando un cuerno; una mujer de hojas danzaba al aire libre a la luz de la luna. Ya sea que estas visitas fueran de impíos o de hombres, Martín las trató a todas como obras del diablo, a quien una vez conoció en persona en un viaje a Roma.

Según cuenta la leyenda, se había puesto en camino hacia la Ciudad Santa, a pie, como cualquier monje pobre. No había ido muy lejos cuando el diablo se le acercó.

¡Buenos días, Monje!
¿Pero acaso estoy equivocado? ¡Eres el Obispo de Tours!

- No te equivocas, le dijo Martín al diablo.

¡Cómo es posible! Un obispo que no usa otro carruaje más que sus propios pies
Cualquier mendigo tiene un mejor medio de transporte
Qué pobre es el Maestro al que debes servir, que no puede dar a sus adeptos mejores medios para viajar

- ¡Claro que puede!, dijo Martín
Señalando al diablo, al instante se transformó en una mula; Martín saltó sobre su espalda y le urgió a hacer un galope con la señal de la cruz. El camino a Roma era largo y arduo, y el diablo comenzó a lamentar sus bromas. Pronto estaba jadeando y sudando, pero cada vez que mostraba síntomas de cansancio, Martín volvía a hacer la señal de la cruz sobre él. El diablo tuvo que galopar hasta que al fin, por la fatiga, cayó sin fuerzas.

Con el tiempo, la obra de Martín en el campo y la gente que lo acosaba en la ciudad, lo agotaron. Nunca había cesado de anhelar un santuario en un lugar tranquilo, por lo que se retira a Marmoutier, a orillas del río Loira, que corre como la miel sobre un lecho de arena brillante. Encerrada por un acantilado de arenisca y un bosque arbolado, la celda forestal de Martín era difícil de encontrar. Ochenta monjes se convirtieron allí en discípulos suyos; hicieron cuevas en la suave arenisca para dormir y rezar, vistieron pieles de cuero, comieron una vez al día, evitaron el vino y compartieron todas sus pertenencias. Se sentaban a los pies de Martín, para escucharle y aprender de él. Un día apareció entre ellos un joven esclavo prófugo, cuyo nombre era Patrick, quien más tarde llegaría a convertirse en santo, como Martín.

Pasaron los años y Martín envejeció. Sus días de lucha habían terminado. Se aferraba cada vez más a su ermita de Marmoutier. No obstante su edad, ningún problema o tristeza en Tours le hacía perder la serenidad de sus pensamientos.

Una noche, Avitianus, un áspero y despiadado señor de esa ciudad, trajo una cadena de prisioneros, quienes morirían por la mañana. Las luces se apagaron, su casa estaba en tinieblas y Avitianus estaba acostado en su alcoba. Durmió, pero no por mucho tiempo. Había gritos en su puerta, gritos que desgarraban la noche. Mandó llamar a sus sirvientes y les pidió que vieran quién estaba allí; los sirvientes habían despertado de mala gana, y juraron que lo que había oído su señor, sólo era parte de sus sueños. Volvió de nuevo a su cama, pero al poco rato, los gritos de lastima perturbaron la noche. Entonces Avitianus se levantó, y él mismo fue hasta la puerta; en el escalón vio acostado a un hombre de pelo blanco. Llevaba el hábito de un monje, su cara estaba llena de lágrimas, y sus delgadas manos estaban unidas en señal de súplica. Antes de que pudiera hablar, Avitianus se inclinó y levantó al anciano Martín en sus brazos.

No necesitas decir ni una palabra, dijo suavemente el áspero señor. Todo hombre sabe de Martín, quien ama la misericordia. Lo que viniste a pedirme, te lo concedo. La vida de todo prisionero se salvará mañana.

El poder de Martín para conmover los corazones era tan fuerte como su angustia por ver sufrir a los hombres.

Cansado, al final de su vida, cuando tenía casi ochenta años de edad, Martín no anhelaba nada más que su última ermita en el cielo. Sabía que el fin estaba cerca, y estaba listo para irse. Pero sus discípulos, deseosos de mantenerlo con ellos todavía, se arrodillaron y lloraron, y le rogaron que pidiera a Dios que prolongara su vida. Y olvidándose de sí mismo, suspiró y rezó: Señor, si aún puedo servir a la gente, no quisiera alejarme de ellos

Pero Dios había dispuesto que Martín debía ir al cielo, y se lo llevó.

Cerró los ojos por última vez en Candes, donde el río Loira se une con su hermano, el río Vienne. Su cuerpo fue tendido en una embarcación, sin remos ni velas; flotaba río arriba en las doradas aguas poco profundas de Tours. Los árboles de las orillas florecían a su paso, mientras una dulce música se oía en el aire.

En la hermosa ciudad de Tours le construyeron un altar. Allí se conservaba la más preciosa de las reliquias de Martín: su capa rasgada. La capa cuya otra mitad había entregado al mendigo a las puertas de Amiens. Francia no tenía reliquia más querida que esa, y sus reyes cabalgaron a la batalla, con la capa desgarrada ante ellos, como un estandarte.

 

Martin
 
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